Ministerio BETANIA Septiembre 2002
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El sufrir y el pesar no son el final |
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El otro día estaba leyendo un libro de Gregory Floyd en el que cuenta cómo le ayudaba leer las Escrituras cuando necesitaba
una guía para vivir con el dolor que ha tocado su vida. Dice que él busca historias bíblicas de lamentos y pérdidas. Añade
que, después de haber encontrado más de doscientos pasajes que mencionan las palabras "sufrimiento" y "duelo", se dio cuenta
de que no había una fórmula adecuada. Sin embargo, sí encontró lo que su corazón le decía: que tanto en el Nuevo como en el
Viejo Testamento toda historia tiene un término medio que no tiene mucho sentido sin el principio o el final. En el libro de Job hay luz en el medio de
la oscuridad. Dios nunca le dijo a Job por qué le habían caído todos los problemas que sufrió. Nunca le dijo que era para
ver si lo amaba a El más que a sus propios intereses. Sin embargo Dios se le revela a Job y éste escucha su voz, y en ese
momento tan sublime y misterioso las preguntas de Job no fueron contestadas;
sólo se desvanecieron. Cuando ya él pudo decir unas palabras, lo que nos dejó fue una revelación: "Yo te conocía sólo de oídas,
más ahora te han visto mis ojos. Por eso retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza". Es aquí donde nos
damos cuenta que Job no tenía de Dios más que una idea comúnmente aceptada; ahora ha captado su misterio y se inclina ante
la Omnipotencia. Otro padre que también nos toca muy profundamente fue David, el padre de Absalón. Cuando él escuchó la noticia de que
su hijo había muerto, dijo unas palabras que todos reconocemos en el Antiguo Testamento: "Hijo mío, Absalón; hijo mío. ¡Hijo
mío! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!" (2 Samuel 19:1). Es aquí donde vemos el corazón
de este padre sufriendo, repitiendo constantemente su nombre; es aquí donde podemos relacionarnos con David en ese deseo tan
profundo de cada uno de nosotros que con gusto hubiéramos dado nuestra vida por aquél o aquélla a quien le dimos vida. Sin embargo hay una voz que, sin palabras, habla más alto que nadie: "Junto a la cruz de Jesús estaba su madre, la hermana
de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena" (Juan 19:25). ¡Esta madre vio morir a Dios! ¿Cómo pudieron haber sido
esos momentos para la Santísima Virgen cuando tuvo que sufrir la pasión y muerte de su hijo? Si meditamos en este pasaje bíblico y miramos alguna estampa de la Virgen con el Niño, veremos en la mirada de Ella una
expresión de ternura y de pena que es muy típica de una madre. Pienso que es una mirada que nos dice, "Te comprendo, yo también
he perdido mi hijo". No es que Ella nos esté diciendo que dejemos de sufrir; no. Es que Ella se hace presente en nuestro dolor. ¿Quién nos
dice que el dolor que Ella sufrió en ese instante, a los pies de la cruz, no fue mucho más grande que el que nosotros sufriremos
por el resto de nuestras vidas? ¡Qué bálsamo y cuánto refugio podemos encontrar en los salmos, que nos describen las emociones que sentimos en un lenguaje
muy suave! En realidad es mucho más sorprendente porque los salmos fueron escritos por hombres, y siempre hemos asumido que
los hombres no expresan mucho sus emociones. Pero los poetas que escribieron los salmos también le lloraban a Dios: "¿Hasta
cuándo tendré congojas en mi alma, en mi corazón angustia, día y noche?" (Salmo 13:3a). Los salmistas no le tienen miedo a
Dios. Le dicen que sus ojos están exhaustos de tanto dolor, y que sus cuerpos y sus almas están destruídos. Le dicen que están
doblados de tanta angustia que sufren, y se quejan de tanta pesadumbre. ¿Qué podemos decir si ellos fueron los mejores maestros
para enseñarnos a orar en el mundo? También podemos ver cómo Jesús lloró en la tumba de su amigo Lázaro. Podríamos
pensar, entonces, si Jesús estaba tan compungido con la muerte de su amigo, ¿qué creemos pudo haber hecho el Padre ante el
cuerpo de su Hijo? ¡No hay sufrimiento como el sufrimiento de Dios! Nosotros también lloramos y nos parece que nuestro sufrimiento nunca
cesará. Pero recordemos que el sufrimiento y el pesar no son el final. La vida es el final donde están la alegría y la redención,
donde Dios nos habla de un mejor día, un nuevo día, cuando sus escogidos entren a Zión cantando con un regocijo que no tendrá
fin. Amén. |
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